¿Qué es la gobernanza de los datos? Según Wikipedia, esta frase puede ser entendida de dos formas: a nivel macro, es un concepto político y forma parte de las relaciones internacionales, así como de la gobernanza de Internet. A nivel micro, se establece como un concepto de gestión de información, y forma parte del gobierno corporativo de datos. Colombia cuenta con una Ley de protección de datos, que cumplió hace poco sus primeros diez años de vigencia.
Antes de 2020, la gobernanza de datos era un concepto “exótico” dentro de los avances de la revolución industrial 4.0. Eso cambió con la pandemia de la Covid 19. La cuarentena, y con ella la imposibilidad de trabajo físico o espacios de interacción humana, nos enseñó con rapidez y crudeza la importancia de contar con marcos sólidos de gobernanza de datos, ya que son fundamentales para garantizar que las entidades públicas puedan proporcionar datos de calidad, oportunos y fiables en contextos de crisis.
En esta era post pandemia, la gobernanza de datos se está convirtiendo en un tema de debate cada vez más común dentro de la comunidad de expertos en data y estadística. Sin embargo, aún no existe una definición entre las naciones sobre lo que significa tener datos bien gobernados, por lo cual la interpretación ha terminado teniendo un acomodo político (en el mejor de los casos).
Al no tener una perspectiva globalizada acerca de cómo debería funcionar adecuadamente la gobernanza de datos, los beneficios de esta información terminan siendo concentrados en pocas manos (generalmente privados), sin la adecuada supervisión de los ciudadanos y del sector público sobre el uso de estos.
Un ejemplo sencillo para entender el uso de estos datos radica en nuestra navegación diaria en internet y el uso de nuestras redes sociales. Según el artículo “Datos y privacidad: los riesgos que no conocemos” del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), toda la información que subimos a la red (dónde hemos estado, a quien le hemos enviado un mensaje, qué música hemos escuchado o qué búsquedas hemos hecho) queda registrada; incluso aquella data que debería permanecer privada puede ser consultada por expertos informáticos.
La controversia radica en que esta información, proveniente de 8 mil millones de personas en todo el mundo, es enviada cada segundo a los servidores de las empresas privadas, dueñas de los productos digitales que usamos a diario (Facebook, Twitter, Gmail, etc.), luego procesada por una Inteligencia Artificial y utilizada para generar un modelo virtual de cada persona.
Con este perfil digital sobre los gustos, miedos, aficiones, odios y predilecciones de cada persona, las compañías pueden ofrecer de forma automatizada multiplicidad de servicios personalizados. Cualquier persona que posee un teléfono inteligente se ha sorprendido al recibir en su feed de redes sociales una serie de anuncios relacionados con sus intereses específicos, incluso luego de hablar de ellos con otra persona en el mundo físico.
El dispositivo nos escucha – a pesar de no tenerlo en la mano o utilizarlo en el momento – se adelanta a nuestra próxima acción gracias a sus modelos predictivos y segmenta aún más la decisión de compra. El conflicto es moral, ético y de seguridad: ¿realmente sabemos cuáles datos tienen las empresas y los gobiernos sobre nosotros y cómo los están usando?
“Los ciudadanos realmente no saben las implicaciones de entregar sus datos. Está bien que queramos personalizar los servicios, pero hagámoslo de manera responsable, y no recolectemos datos solo por hacerlo”, advierte Cristina Pombo, del Banco Interamericano de Desarrollo.
La gran mayoría de constituciones en el mundo protegen el derecho a la privacidad de las personas. Esto implica que las empresas y gobiernos deben solicitar el consentimiento de los usuarios para el uso de sus datos, e informarlos sobre como se almacenan, analizan o qué decisiones se toman en torno a ellos, y si fuera necesario, permitir auditar los algoritmos.